Una noche en el cementerio / 04

   
  - Te copio – asintió su acompañante mientras Ruthven cogía uno de los pesados contenedores metálicos y lo levantaba sobre su cabeza justo en el momento en que la cada vez más debilitada barrera cedía por fin y el intruso alienígena se precipitaba al exterior, moviéndose más rápido de lo que el ojo humano podía seguirle. En un momento estaba a varias yardas de distancia y apenas una fracción de segundo después alcanzó al investigador, golpeándole en el pecho con uno de aquellos apéndices duros como barras de acero, fracturándole un par de costillas y lanzándole por los aires hasta chocar contra una lápida cercana. El aterrizaje fue tan brusco que Ruthven pudo sentir como el impacto repercutía en todos y cada uno de sus huesos, pero de alguna manera se las arregló para permanecer consciente y lanzar el bidón hacia su adversario, dándole así a su compañera la oportunidad de alcanzarlo con un certero disparo. Por desgracia, los perdigones del 16 hicieron pedazos el recipiente sin inflamar el combustible, el cual se desparramó sobre la criatura sin causarle ningún daño visible.
  El ser se agitó intentando sacudirse la gasolina de encima, en un gesto que recordaba al de un perro mojado, mientras se acercaba de nuevo a Ruthven, haciendo caso omiso de los disparos de Lia y exhibiendo todas sus garras en un inequívoco gesto de amenaza. La agente pensó que todo estaba perdido: aquella cosa iba a hacer picadillo a su compañero y después se ensañaría con ella en formas que ni siquiera era capaz de imaginar. Adrián, sin embargo, no parecía impresionado e incluso sonreía.
  - No eres tan listo como te crees, cabronazo – exclamó, satisfecho, a la vez que se sacaba del bolsillo su Zippo de plata y lo encendía con un agil movimiento de muñeca para arrojarlo a continuación hacia su atacante, el cual intentó esquivarlo sin éxito. La criatura emitió un rugido a medio camino entre el dolor y la sorpresa a la vez que empezaba a mutar sin control en un esfuerzo por librarse del fuego que devoraba su carne. Lia aprovechó la oportunidad para acercarse y derribar el segundo bidón de una patada, volcando su contenido sobre el ser y avivando así la combustión. Este reaccionó haciéndose un ovillo y rodando por el suelo en un infructuoso esfuerzo por sofocar las llamas, pero ya era demasiado tarde: su cuerpo comenzó a encogerse al tiempo que pareciá perder consistencía, disolviéndose poco a poco como la cera de una vela bajo los efectos del calor. La cosa aulló por última vez, un aullido que más parecía el lamento de un niño confuso y asustado que un grito de amenaza y finalmente explotó, espa    rciendo sus entrañas por varios metros a la redonda. Casi al mismo tiempo, la abertura sobre sus cabezas parpadeó cerrándose de forma tan brusca que la chica apenas tuvo un breve atisbo de una pupila vertical que les contemplaba desde el centro de un ojo de dimensiones colosales. Una mirada que parecía querer decir: "No importa. Tenemos toda la eternidad por delante. Habrá más oportunidades. Volveremos. Y entonces comenzará el festín".
  - ¿Lo ves? - exclamó Ruthven, exultante, pese a estar cubierto de los pies a la cabeza de una mezcla de tripas y otros residuos viscosos -. Te lo dije. Fuego y plata. ¿Soy o no soy un genio?
  - ¿Sí? Pues estás cubierto de mierda hasta las cejas, "genio". ¿Qué es esta porquería? - interrogó la joven, sacudiéndose la ropa con repugnancia.
  - Materia ectoplásmica. No te preocupes, no es tóxica... creo.
  - Dime que esto se puede limpiar de mi uniforme nuevo – exigió la policia, ante lo que su compañero se encogió de hombros, sin comprometerse.
  - Adrián, Adrián – repitió Lía mirando a su amigo con cara de resignación -, ¿qué vamos a hacer contigo? ¿Por qué todo a tu alrededor tiene que ser tan extraño?
- ¡Venga ya! No me digas que no echarías esto en falta. ¿Cuantas veces puedes salvar el universo antes del desayuno? - replicó el investigador, con la misma sonrisa traviesa de un niño pequeño sorprendido en medio de una diablura especialmente reprobable. A continuación este hizo un esfuerzo por incorporarse, pero un repentino acceso de dolor en el pecho a la altura de las costillas le obligó a sentarse de nuevo.
  - Vamos, deja que te ayude – ofreció la agente, tendiéndole la mano. Para alguien de su envergadura, Ruthven resultó ser sorprendentemente ligero.
  - Muchas gracias.
  - De nada. Por cierto, ¿ya has pensado en como vamos a explicar todo este destrozo?
  - Ya se nos ocurrirá algo – replicó su compañero, en tono firme -. Siempre se nos ocurre algo.
  - Siento lo de tu amigo.
  - Yo no. Sabía el riesgo que corría e hizo su elección. Así son las cosas – musitó el investigador, repentinamente serio.
  - Eh, alegra esa cara – dijo la chica, en un esfuerzo por animarle -. Después de todo hemos ganado, ¿no? Quiero decir que todo ha terminado, ¿verdad?
  - No estoy seguro. ¿Recuerdas lo que dijo Randall? No estaba solo. Alguién le ayudó a hacerlo. Y puede que incluso le manipulase para provocar todo esto. Esa persona sigue ahí fuera y sabe quienes somos, pero nosotros no tenemos ni idea de quien es él. O ella. ¿Y si la próxima vez que lo intente no tenemos tanta suerte?
  Por toda respuesta, Lia le dedicó un cálido abrazo a la vez que le susurraba al oido: "Yo confío en tí". Ruthven sonrió, secretamente complacido, pero no dijo nada, dejándose llevar.
  Al mismo tiempo, desde el otro extremo del cementerio, una sombría y solitaría figura les observó alejarse oculta tras un muro de lápidas recubiertas de musgo y enredaderas.
  - Dios mueve al jugador, y este a la pieza – recitó, con un tono de voz frío y agudo como el filo de un cuchillo -, pero ¿qué dios detrás de dios la partida empieza?
  Nadie respondió a la pregunta. Tan silencioso como había llegado, el extraño se dió la vuelta y desapareció entre las sombras. Como si nunca hubiese estado ahí.

Alejandro Caveda

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